Felices Pascuas de Resurrección

Felices Pascuas de Resurrección

domingo, 1 de mayo de 2011

DOMINGO II DE PASCUA O DE LA DIVINA MISERICORDIA

REFLEXIÓN BÍBLICA DOMINICAL Oscar Montero Córdova SDB

DOMINGO II DE PASCUA O DE LA DIVINA MISERICORDIA

Año A (01 de mayo de 2011)

Hch 2, 42-47; Sal 117; 1P 1, 3-9; Jn 20, 19-31

“El Resucitado y sus heridas… encontrado en medio de la comunidad”.

Hoy tenemos varios motivos para estar alegres. A la obvia alegría de la Resurrección del Señor que acabamos de celebrar, la Iglesia Universal se llena de gozo por la beatificación de su siervo, el papa Juan Pablo II: el papa de los jóvenes, el papa de la Doctrina Social de la Iglesia, el papa de la santidad sencilla y al alcance de la mano, el papa cuyo corazón fue todo de María. Además, nos felicitamos por el Día del Trabajo, recordando que las conquistas y las esperanzas de los trabajadores; son conquistas y esperanzas de los discípulos de Jesucristo, llamado también “el artesano, el carpintero” (Mc 6, 3).

En primer lugar, quisiera que nos detengamos en un aspecto que la comunidad de Juan ha querido remarcar en sus relatos sobre las apariciones del Resucitado: “les enseñó las manos y el costado” (Jn 20, 20. 27). ¿Por qué esta insistencia en mostrar las heridas del Crucificado en el Jesús glorioso? Un hermoso himno de nuestra liturgia nos ofrece una respuesta: “Antes del amanecer se cubrieron de gloria tus cinco heridas”.

La tentación propia del triunfalismo –contrario al Evangelio, contrario a la lógica de Jesús- es desaparecer todo rastro de dolor, de fracaso, de abandono, de humillación, de herida. Sin embargo, las confesiones de fe de los primeros discípulos no han ocultado para nada el pasado y el final trágico e injusto de su Señor: “valiéndose de los malvados, lo crucificaron y lo mataron” (Hch 2, 23); “Dios ha constituido Señor y Mesías a este Jesús, a quien ustedes crucificaron” (Hch 2,36). La gloria y el esplendor de Jesús Resucitado iluminan de sentido y de esperanza lo que el Viernes Santo parecía sólo fracaso y desolación. Dios Padre, con la fuerza de su Espíritu, ha cambiando las heridas de dolor y de abandono en heridas de paz, de esperanza y de fortaleza.

Nosotros, ¿desde qué perspectivas vemos nuestras heridas? ¿Las ocultamos temerosa y avergonzadamente? ¿Estoy curando mis heridas para que en vez de debilidad o amenaza se truequen en fortaleza y oportunidad? Recordemos que la Iglesia en el misterio de la Pascua nunca ha separado la Pasión y Muerte de Jesús de su Resurrección. ¡El Crucificado es el Resucitado! El júbilo de la vida sin fin que goza Jesús no oculta para nada el camino del sacrificio: “¿No era necesario que el Mesías sufriera todo esto para entrar en su gloria?” (Lc 24, 26).

Pero las heridas del sendero de la vida no son el único lugar para encontrar al Dios de la Vida. Jesús Resucitado acontece en la mismísima intimidad de sus discípulos por medio de la fe. ¡Sin la fe, y sin la fe en la Resurrección el cristianismo es una estafa! De ahí que la invitación de san Pedro en su carta aluda a la fe: “Todavía no lo han visto, pero lo aman; sin verlo creen en él y se alegran con un gozo indescriptible y radiante” (1P 1, 8).

Finalmente, la lectura de los Hechos de los Apóstoles y lo vivido por Tomás nos ofrecen uno de los lugares privilegiados para experimentar a Jesús Resucitado, a Cristo vivo: la comunidad de los creyentes. San Juan es claro al afirmar el motivo de la incredulidad del apóstol sobre el Resucitado: “no estaba con ellos cuando se apareció Jesús” (Jn 20, 24). La fe vivida en solitario y por fuera de la comunidad de los creyentes titubea, y está propensa a la duda y, también al error, al pecado.

Pero la comunidad de los creyentes no sólo se queda en lugar de encuentro con Cristo: verdaderamente “Jesús está presente en medio de una comunidad viva en la fe y en el amor fraterno” (Aparecida 256). De lugar teologal pasa a convertirse en sacramento, en signo inequívoco de la fuerza de la Resurrección.

El problema de nuestro cristianismo es que no nos enseñaron ni hemos aprendido a vivir en comunidad. Los domingos, muchos de nuestros templos católicos acogen a multitudes, no a comunidades; a asambleas de culto, no a discípulos que se sienten hermanos. Sin duda que en nuestra práctica prologamos lo que dice Hechos: “somos fieles en la escucha de la enseñanza de los apóstoles, participamos de la fracción del pan y en las oraciones” (Cfr. Hch 2, 42). Sin embargo, todo esto confluye en una palabra que en griego se dice koinonía y que se traduce por: participación, unión, relación, comunicación, comunión. El cristianismo de masas anónimas diluye la comunión y las relaciones interpersonales. Si apenas nos conocemos los que comulgamos con el Cuerpo y Sangre del mismo Dios y Señor (Cfr. Jn 20, 28). Pero, esto no es impedimento para que en la familia, la Iglesia doméstica, vivamos la comunión: verdadera comunión que abarca la solidaridad incluso en los bienes materiales.

Que el Señor de la Divina Misericordia, nos ayude a construir un cristianismo de verdaderas relaciones fraternas, de esas que tanto pregonó nuestro querido y recordado Juan Pablo II. Este será nuestro gran aporte al mundo de hoy y el mejor testimonio de la Resurrección. Amén.

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