Felices Pascuas de Resurrección

Felices Pascuas de Resurrección

domingo, 20 de marzo de 2011

Domingo 02 de Cuaresma


REFLEXIÓN BÍBLICA DOMINICAL: Oscar Montero Córdova SDB
DOMINGO 02 DE CUARESMA
Año A 2010 – 2011
Gn 12, 1-4; Mt 17, 1-9

“Per crucem ad lucem”


Per crucem ad lucem. Por la cruz a la luz. Este viejo adagio latino viene muy bien para nuestra reflexión dominical enmarcada por el evangelio de la Transfiguración del Señor. A veces quisiéramos suprimir del cristianismo la pasión, el dolor, el sufrimiento, la cruz y quedarnos sólo con el paraíso, la gloria, el cielo, la resurrección. No, esto es imposible; incluso en la vida humana. El dolor y el sufrimiento del Hijo de Dios son algo necesario en su camino a la Pascua: “¿No era necesario que el Mesías sufriera todo esto para entrar en su gloria? (Lc 24, 26; cfr. Mc 8, 31).

Un dato que nos va a ayudar a comprender mejor el mensaje de Dios para este fin de semana es el siguiente. El texto de la Transfiguración en el que Jesús –en lo alto de un monte, según la Tradición el monte Tabor- cambia de aspecto y le muestra a tres de sus discípulos su gloria y su triunfo definitivo figura en los tres evangelios sinópticos: Mateo, Marcos y Lucas. En los tres está precedido de la confesión de Pedro: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16) y de la respuesta de Jesús que indica con toda claridad el carácter sufriente y trágico de su mesianismo: “Entonces Jesús empezó a enseñarles que el Hijo del hombre tenía que sufrir mucho (…) que lo matarían, y a los tres días resucitaría” (Mc 8, 31).

¿Se imaginan la decepción de los discípulos? Estarían con los ánimos por el suelo. Para los judíos era inconcebible que el Mesías, el mismísimo Salvador e Hijo de Dios fuera tan débil y acabara como un abandonado de Dios en el peor suplicio de la época: la cruz. Pues, a nosotros, nos pasa otro tanto. Sin pretender justificar o suavizar los males físicos o espirituales que sufrimos, la vida se ha encargado de enseñarnos que el dolor es inherente a la experiencia humana. Los ratos de felicidad y de alegría son pocos y de corta duración a comparación de la fatiga del diario caminar. ¿Está condenada la vida a ser así? ¿Qué luz nos dejan hoy las lecturas de la Palabra de Dios?

“En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos…” (Mt 17, 1). Jesús está en camino hacia la ciudad santa de Jerusalén (los profetas no mueren fuera de Jerusalén, ver Lc 13, 33). De manera que su destino no es del nada feliz. Pero se quiere dar alientos y dárselos también a sus discípulos. Por eso les muestra su gloria, una luz en medio del túnel de confusión que han creado sus propias palabras.

La montaña es lugar de encuentro con Dios: de oración, de paz, de calma; sitio para rehacer las fuerzas. ¿Me dejo llevar por Jesús a la montaña? ¿Soy capaz de hacer un alto en la rutina de cada día (de cada semana, de cada mes, de cada año) para encontrarme con Dios y tomar más confianza y así reemprender el camino? La oración íntima de cada día, la Eucaristía dominical, una buena confesión. Un rato agradable en familia; la alegría de ver el crecimiento humano y espiritual de las personas que amamos. Una buena amistad; una obra de caridad hecha con sinceridad de corazón… son también momentos en los cuales Dios rejuvenece, resplandece, transforma, transfigura la monotonía de nuestra existencia. ¡Grave tentación sería no querer subir nunca a esta montaña del encuentro con Dios!

“Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: ‘Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.’” (Mt 17, 4). ¿Verdad que uno quisiera que los momentos arriba enunciados se prolongaran por toda la vida y nunca regresáramos a cargar la cruz de cada día? Esta es otra tentación a la que no puede ceder la Iglesia: olvidarse de la realidad; olvidarse que en la parte de abajo de la montaña también están Jesucristo y los hermanos esperándonos para reiniciar el camino. Moisés y Elías también se encontraron a Dios en la montaña. Pero sabían que su misión estaba abajo. Moisés descendió del Sinaí para enfrentarse a la terquedad de un pueblo que se entregaba a la idolatría (Cfr. Ex 34, 15ss.) y Elías bajó del Horeb para seguir siendo perseguido por los mismos israelitas que querían matarlo (Cfr 1Re 19, 9ss). Como Abrahán, en la primera lectura, la vida cristiana es un eterno peregrinaje sin saber qué hallaremos en el camino: "Sal de tu tierra y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré” (Gn 12,1).

En el camino de la vida se irán sucediendo estas dos realidades: subir a la montaña para respirar; bajar de ella para seguir andando. Pero Dios está tanto en la cima de ella como en el sendero. Nuestra esperanza en el Señor muerto y resucitado nos dice que al final del camino está la tierra prometida: el Gran Domingo en que Dios nos hará entrar en el descanso del cielo.

Para culminar les regalo estas hermosas estrofas del canto del padre Edgar Larrea: “No todo acabará en el fracaso de la cruz. Por medio de la muerte se abrirá un reino de luz. No es tiempo de acampar, al mundo hay que transfigurar. Nos vamos transformando en imagen de Jesús. Este es mi Hijo, mi amado, escúchenlo. Este es mi Hijo, mi amado, escúchenlo. Hagan suyo su camino, el camino de su amor. Síganlo en obediencia: por su cruz hasta su luz.”

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